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50 Retazos sacerdotales: Javier María Prades López (Ordenado en 1987)

Captura de pantalla 2014-05-14 a la(s) 19.23.05Hoy os ofrecemos el último testimonio vocacional, el de Javier María Prades López, rector de la Universidad Eclesiástica de San Dámaso. “26 años: hoy deseo conocer y amar a Cristo más que nunca” es el título de su testimonio, que se da a continuación y que está incluido en la página 67 del libro “Alzaré la copa de la salvación”. En este libro 50 sacerdotes de nuestra diócesis nos cuentan su vocación. Se encuentra a vuestra disposición en la Delegación de pastoral vocacional.

Testimonio

Cuando llevaba un año de sacerdote fui a Alemania a encargarme de una parroquia durante el mes de verano. Era el modo más fácil de estudiar alemán. Al concluir mi estancia, el párroco, con el que había hecho buenas migas, me invitó a la celebración de sus bodas de plata que tendría lugar una semana después. Me resultaba imposible prolongar el viaje y le dí las gracias de corazón a la vez que le felicitaba por la belleza de ese aniversario. Ya camino del aeropuerto, en una tarde verde y soleada después de un aguacero, me miro con una cierta nostalgia y me dijo: “Siento que no puedas estar en la fiesta, aunque en realidad me cambiaría por ti porque lo más bonito es el primer año”. En aquel momento no supe qué responder. Creo que apenas balbuceé unas pocas palabras. Mientras esperaba en el aeropuerto me pregunté si se habría dado cuenta de la enormidad que me había dicho, aun comprendiendo su buena intención. Si yo había vivido ya lo mejor, ¿qué me esperaba para el resto de mi vida? 

¿No me quedaba más que vivir condenado al recuerdo para siempre, en una especie de decadencia imparable? No he podido olvidar esta anécdota, que suelo contar a mis alumnos y que me ha hecho aguardar con curiosidad a mis propias bodas de plata antes de poder dar una respuesta.

Pues bien, han pasado 26 años desde que fuimos ordenados sacerdotes por el cardenal Suquía. Aquel día estábamos realmente contentos por el gran don que recibíamos, como bien había entrevisto mi párroco alemán. Hoy puedo decir sorprendido, casi con pudor, que estoy más contento que entonces porque la promesa que nos hizo el Señor al llamarnos se está cumpliendo abundantemente (cf. Jn 10,10). 

Es una alegría distinta la de hoy, quizá más madura que la del inicio, en todo caso más consciente y profunda. Queda bien reflejada en estas palabras: “A medida que vamos madurando nos convertimos en espectáculo para nosotros mismos y, Dios lo quiera, también para los demás. Espectáculo de límite y de traición, y por eso, de humillación y, al mismo tiempo, de seguridad inagotable en la gracia que se nos da y se nos renueva todas las mañanas. De aquí procede ese atrevimiento ingenuo que nos caracteriza, que hace que concibamos cada jornada de nuestra vida como un ofrecimiento a Dios para que la Iglesia exista en nuestros cuerpos y en nuestras almas, a través de la materialidad de nuestra existencia” (Mons. Giussani).

En el origen de este ofrecimiento de la vida está la preferencia que Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, ha tenido para con nosotros. Así como mostró toda su ternura y su predilección con algunos a los que llamó amigos (cf. Jn 15, 15), también a nosotros nos quiere bien, como quieren los padres, como se quieren los amigos verdaderos, como se quieren el hombre y la mujer. Cristo muestra su preferencia por nosotros despertando, por la acción de su Espíritu, nuestro gusto por la fe y la vocación ministerial.

Para ello se ha servido de una serie de sacerdotes formidables, cuya humanidad es tan verdadera como sólo puede serlo la de aquellos que pertenecen por completo a Dios. No es de extrañar que algunos de esos sacerdotes ya estén camino de los altares. 

Esa extraordinaria calidad humana hizo razonable el diálogo entre nuestra libertad y la libertad divina, y así hemos podido ir descubriendo nuestro rostro, nuestro nombre para siempre, el que Dios nos ha querido otorgar.

En el camino de la vida nos toca afrontar los mismos problemas que a cualquiera. El Misterio de Dios no nos ahorra atravesar por ninguna circunstancia. 

Nos acompaña y nos educa para vivir el ministerio presbiteral en la comunión eclesial, cuyo corazón es la Eucaristía presidida por nuestro obispo; en ella compartimos la humanidad y la fe con los testigos de Cristo. El amor a este pueblo cristiano obtiene lo mejor de nosotros mismos, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia. Las palabras de una oración litúrgica lo expresan con más belleza: “Señor Dios, en la sencillez de mi corazón te he ofrecido todo con alegría, y he visto con inmenso gozo a tu pueblo ofrecer sus dones”. Ver crecer al pueblo de Dios y desear apasionadamente la felicidad de las personas con las que nos encontramos es el ciento por uno prometido por Jesús a los que llama al sacerdocio.

Aquel benemérito párroco alemán irá al cielo por delante de mí. Yo sólo puedo decir que hoy deseo conocer y amar a Cristo más que nunca, y que todos pueden conocerlo y amarlo. No cambio la alegría de este año por la de 1987.