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¿Por qué soy sacerdote?: Historia de un amor

Miguel Ángel Tororente Vigil

Me piden que os cuente por qué soy sacerdote. Acabo de regresar esta semana de una convivencia con novios y matrimonios de mi parroquia. Y lo sorprendente es que ahora vienen con sus hijos. Todavía hoy me asombro al echar la vista atrás y descubrirme poniéndome la estola en la sacristía. Recién orde­nado, tembloroso por la emoción, iba a celebrar mi primera misa con Aquella con la que Cristo se desposó. Había puesto ya el Señor desde los comienzos de nuestra amistad una profunda atracción por la vida de su Esposa. El perfume de su amor me llevó hasta mi parroquia de origen. Pero, quién me iba a decir en­tonces que esta Iglesia, en Cristo, llegaría a ser también mi esposa… Hoy tengo tatuado en el corazón este amor. Y amar a esta Iglesia que vive en la Parroquia de S. Miguel Arcángel de Carabanchel colma mi vivir.

Pronto, al celebrar el aniversario de mi ordenación, me reveló el Señor algo del misterio de mi nueva identidad. Había celebrado mi primera misa el día de mi cumpleaños. Ya allí sentí que al presidir la Eu­caristía por primera vez nacía de nuevo. Nunca me he acostumbrado a tanto don. Al celebrar el aniversario el Señor me regaló una triple certeza: con Él era amigo, era pastor y era padre. Nunca imaginé que pudiera vivir con tanto gozo el don de participar de su única paternidad. Me conmovía y me sobrecogía que me llamaran “padre”. Cuando uno se sabe conocedor de su pobreza y de su pecado, y se entra en este misterio de la fecundidad de su amor… se agotan las palabras. Y ser sacerdote se convierte en un banquete. Y lo que al estrenar mi ministerio virgen era promesa hoy es salario fecundo. Y la fascinación por la belleza de mi Esposa y el deseo de quererla se han ido amasando en el pan nuevo de la entrega de cada día. Úl­timamente, cuando miro a los que el Señor me ha confiado, a sus cristianos, no dejan de venir a mí las palabras del amor de los esposos, “…en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enferme­dad…” Aprenderles a amar y a respetar cada día con lo bueno y con lo malo me llena de sentido. Vivir cada día las palabras de la consagración, “por vosotros”, enciende en mí una pasión que llena mi alma, de gozo y de calor. Sólo el don del amor del Esposo en mí, de su gracia y de su verdad, hace posible que viva esta alianza. Me apasiona ser sacerdote dejando a Cristo, el Buen Pastor, que ame a los suyos con amor de padre y esposo.

Cuando veo a los niños que se han hecho jóvenes, y a los jóvenes, que son esposos y padres… ¡me siento dichoso! Y, entonces, al mirarles a ellos, levanto los ojos al cielo y comprendo, conmovido, que en el centro de mi vocación hay una gran amistad. Es Cristo que, por pura gracia, me llamó. Es Cristo que, compadecido de mi pobreza y mi soledad, me tomó como amigo. Mi corazón hambreaba su compañía, pero fue Él quien me busco. Oí de Él en el colegio y quise estar con Él. Llegó hasta mí el calor de su pre­sencia en la comunidad en la que escuché su voz. Creo que en el trajín de la catequesis y las misas, los campamentos, los enfermos y los pobres, los amigos y la amiga; en el mogollón de orar y servir… un primerr soplo de vida nueva recibí. Irrumpió su llamada poco a poco y de repente. Me hablaba cada día, pero también hubo días. Recuerdo la resistencia de mi corazón a escuchar lo que en aquel tiempo temí y ahora tanto amo: “Sí fueras sacerdote…” Y por su gran bondad lo fui.

Desde entonces vivo feliz con este amigo que me salvó y me dio nueva vida. Vivo contento y agrade­cido. Y ha sido una historia de amistad, ¡tan grande!, que me siento envidiable. Nunca olvidaré los Ejercicios para el diaconado, en concreto aquella contemplación… Estaba, como Pedro, aquel día, en la orilla del lago. El Señor se acercó a mí y quiso subirse en mí barca. ¿Comprendéis?: “en mí barca”. Sentí mi in­dignidad, mi soledad y mi pecado. Yo no podía parar de darle gracias. Y fueron tantas las veces, que el Señor, sonriendo, simplemente me dijo: “Somos amigos”. Aquel día me enseñó que los amigos lo compar­ten todo. Por eso me llamó. Me llamó porque era su amigo. Me llamó para que supiera que somos amigos.

Esa voz no ha dejado nunca de resonar en mí. Todo lo llena, todo lo justifica, y a todo da sentido. Esas palabras son la fuerza de mi ministerio. De esta amistad, de su amor por mí y de mi deseo por corresponderle, brotan la alegría, el amor y la vida. Por todo esto y por lo que no cuento vivo enamorado y soy sacerdote.