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¿Por qué soy sacerdote?: Él ha querido vivir su vida en mí

 

Raúl Sacristán López

A menudo la gente te pregunta cómo estás, quizá a veces sea más por cortesía que por verdadero interés, pero, independientemente de la inten­ción, es una oportunidad para dar testimonio de lo que uno vive. Con cierta doble intención les suelo responder que “vivo como un cura”, lo cual suele provocar una siguiente pregunta: “¿y cómo vive un curar’. Pues un cura vive feliz. Sí, y así es como yo vivo. Soy feliz, y nunca pensé hasta qué punto puede una persona ser feliz.

 

 

 

Cuando estudiaba en la universidad me iba haciendo mis planes para llegar a ser feliz. Pero, he aquí que el Señor se cruzó y me llamó al sacer­docio, trastornando todos mis planes. Pronto se fueron viniendo abajo ante la inesperada propuesta. Sin embargo, era como cuando uno va dejando la ropa de invierno porque llega el verano. Había algo nuevo que volvía mis planes innecesarios. La primera tentación era empezar nuevamente a hacer planes para mi futuro sacerdocio, al igual que antes. También esos los tuvo que desmontar el Señor.

La invitación del Señor no era para que yo me convirtiese en su funcio­nario, sino en su amigo. No me ofrecía un trabajo para tiempos de crisis económica, sino una amistad para construir una vida. Tanto en el tiempo de la formación en el seminario, como en estos pocos años ordenado sacer­dote, es esto lo que he descubierto: Cristo me ofrece su amistad, me pro­pone unirme a Él para vivir entre los hombres, sirviéndoles en su nombre su Cuerpo y su Sangre, su misericordia, su palabra, en una palabra: Él.

El misterio de la felicidad del sacerdote es su intimidad con Cristo. No hacemos nada raro: madrugamos, rezamos, celebramos los sacramentos, atendemos a las personas, estudiamos, reímos, lloramos, comemos, dormi­mos…, pero todo lo que hacemos es extraordinario, porque todo lo hacemos con Cristo, por Él y en Él, cumpliendo así su deseo de habitar en medio de los hombres. Esta es la fuente de la felicidad: Él ha querido vivir su vida en mi. Y en tanto en cuanto le respondo soy feliz, de igual manera que si no lo hago esta felicidad se empaña. La felicidad no depende de lo que haga, o del supuesto éxito de mis esfuerzos pastorales, ¡qué va!, la felicidad radica en vivir su amor por mí, que es fuerza y luz para mí y para todos. Su amistad no me encierra, sino que me lleva a todos, a los cercanos por mis manos, a los lejanos por mi oración. La vida, en Él, cobra una profundidad infinita, hasta en el más pequeño de los detalles o el momento más inesperado, cuando lloro o cuando río, cuando me canso o cuando descanso. No es ne­cesario hacer más planes, simplemente basta con vivir cada instante en esta compañía. Nunca habría podido imaginar lo que he hecho, nunca habría ele­gido los destinos y trabajos que he tenido, me hubieran parecido imposibles para mí. Sí, ciertamente vivo por encima de mis posibilidades, porque vivo en la posibilidad de Cristo, que supera todos mis límites, todos mis pecados y miserias, y así me colma más allá de lo imaginable. Mi felicidad no de­pende de lo que habitualmente piensa el mundo, sino de la intimidad con Cristo que me abre a todos y a todo. No sé lo que va a venir, y mucho me temo que no sería capaz de imaginarlo, solo le pido al Señor ser fiel a su amor, y así puedo decir que soy feliz porque vivo como un cura.