Amenazas actuales a la libertad religiosa en Europa
Defender la libertad religiosa implica no dejarse tratar como un ciudadano de segunda; reclamar el derecho a exponer nuestras opiniones morales.
Una mirada superficial a la sociedad europea actual podría llevar a la conclusión de que la libertad religiosa no está amenazada: las iglesias no son quemadas; se celebran misas con normalidad; profesar el cristianismo no comporta el riesgo físico que ello supone actualmente en países como Nigeria o Pakistán. Sin embargo, la libertad religiosa no se agota en la libertad de cultos.
Resulta imprescindible esta observación de Janne Haaland Matlary: «el artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos incluye el derecho a […] predicar en público, y eso significa que todas las religiones tienen derecho a intentar influir en las costumbres, en la ética de la sociedad»[1]. Por tanto, la libertad religiosa no se limita a la posibilidad de profesar ciertas creencias en la vida privada: incluye también el derecho a participar en la vida pública, a expresar opiniones morales y defender leyes y políticas que sean coherentes con tales creencias.
Nueva cultura dominante
Esta segunda faceta de la libertad religiosa sí se encuentra amenazada en la Europa actual[2]. El obispo español Juan Antonio Reig Plá ha sido sometido en las últimas semanas a un linchamiento mediático implacable por haber sugerido que el estilo de vida homosexual puede ser insatisfactorio. Es fácil espigar episodios similares en otros países: clérigos arrestados por exponer la doctrina bíblica sobre la homosexualidad (Dale McAlpine o Ake Green), farmacéuticos obligados legalmente a dispensar la píldora del día después, funcionarios forzados a celebrar matrimonios entre personas del mismo sexo, cierre de las agencias católicas de adopción en Gran Bretaña y Massachussets por su negativa a tramitar la adopción de niños por parejas homosexuales[3]…
Creo que esta creciente intolerancia hacia la libre expresión de opiniones morales coherentes con la visión cristiana del mundo está relacionada con dos fenómenos. El primero de ellos es la disonancia entre la ética cristiana y lo que podríamos llamar “nueva cultura dominante”: la cultura de lo políticamente correcto, informada por los valores liberacionistas de 1968[4]. El sesentayochismo se ha convertido en la nueva ortodoxia, las nuevas tablas de la ley: la discrepancia respecto a sus dogmas es sancionada con el descrédito intelectual, y existe el peligro de que empiece a serlo también con sanciones legales.
La cultura sesentayochista, que ha llegado a convertirse en cultura oficial del Occidente postmoderno, considera innegociable, por ejemplo, la aceptabilidad moral de cualesquiera relaciones sexuales voluntarias entre adultos. Esta libertad sexual ilimitada conduce inevitablemente a la aceptación del aborto: el aborto libre es una red de seguridad contraceptiva imprescindible en una sociedad libertina, en la que las relaciones efímeras desembocan antes o después en embarazos indeseados[5].
La aprobación del aborto, a su vez, implica la relativización de la sacralidad de la vida humana: una vez que algunos seres humanos —los fetos— han sido excluidos de la comunidad moral, se ha sacrificado ya el principio según el cual la mera pertenencia a la especie garantiza el derecho a la vida. Si los fetos pueden ser eliminados porque son demasiado pequeños, ¿por qué no hacer lo mismo con los enfermos terminales, con los ancianos aquejados de Alzheimer, con todos aquellos cuya existencia pueda juzgarse unlebenswert [indigna de ser vivida], carente de calidad según el hedonismo postmoderno?
Cristianos ¿aguafiestas?
Junto a la permisividad sexual, otro de los rasgos definitorios de la cultura sesentayochista (es decir, de la nueva ortodoxia occidental) es el emotivismo: se sobrevalora la emoción, en detrimento de la razón[6]. De la conjunción de ambos rasgos resulta el desdibujamiento de la idea de familia: el sesentayochismo considera que los conceptos de matrimonio y familia deben ser “ampliados” hasta abarcar a cualquier grupo de personas entre las que se dé un vínculo sexual y afectivo, sin que importe la duración de la relación o el número y sexo de los partners.
La tendencia al amordazamiento de las voces cristianas debe ser entendida en este contexto: los cristianos somos los últimos que recordamos que es sagrada la vida de todo ser humano (cualquiera que sea su tamaño o su estado de salud); los últimos que recordamos que el matrimonio no puede ser otra cosa que la unión definitiva entre un hombre y una mujer (entre un hombre y una mujer porque sólo ellos pueden procrear, y definitiva porque los hijos necesitan que sus padres permanezcan juntos). Estos no son dogmas religiosos que sólo tengan sentido para los creyentes: son verdades de sentido común, basadas en la naturaleza humana, que han sido reconocidas por todas las culturas, y que también fueron unánimemente admitidas en la occidental hasta hace pocas décadas.
Las leyes de casi todos los países castigaban el aborto, la pornografía y el adulterio hasta los años 60-70; el divorcio, en caso de que fuese contemplado, era sometido a condiciones restrictivas que dejaban claro que se trataba de un fracaso, de algo excepcional y no deseable. El giro del código moral occidental —especialmente en lo relacionado con el sexo y la familia— ha sido profundo y rapidísimo. Los cristianos somos los únicos que seguimos pensando lo mismo que pensaba todo el mundo hasta hace poco: somos los únicos que nos atrevemos a proclamar que estos cambios han sido nocivos para las personas y para la sociedad en su conjunto.
Somos los “aguafiestas”: la única voz discrepante, la única que dice que el emperador sesentayochista está desnudo. Somos incómodos porque damos forma a sospechas que nuestros contemporáneos alimentan en el fondo de su corazón, pero que no se atreven a formular por sumisión a la cultura dominante o por haber construido ya sus vidas con arreglo a las nuevas reglas del 68 (es muy difícil reorientar biografías ya lanzadas en cierta dirección).
Argumentos falsos
La segunda forma de erosión de la libertad religiosa en las sociedades contemporáneas es una interpretación sesgada de la llamada “doctrina de las razones públicas” (que, a su vez, es una manifestación de la idea de laicidad, de neutralidad religiosa del Estado)[7]. John Rawls —su representante más célebre— constata que en la actualidad no existe consenso sobre las cuestiones metafísico-religiosas: en nuestras sociedades están obligados a coexistir cristianos, musulmanes, ateos, etc. El problema estriba en cómo puedan ponerse de acuerdo sobre lo penúltimo (las leyes, la política) personas que tienen creencias discrepantes sobre lo último (el sentido de la vida, la existencia de Dios, etc.). Rawls sostiene que las leyes de una sociedad cosmovisionalmente plural tienen que ser “cosmovisionalmente neutrales”: no pueden apoyarse en esta o aquella concreta religión o visión del mundo (pues entonces resultarían inaceptables para los que profesan otras cosmovisiones).
Esta doctrina es en principio razonable… pero su aplicación práctica es cada vez más asimétrica. Cada vez que los cristianos tercian en el debate público, se les quiere cerrar la boca con el pseudo-argumento de que “están intentando imponer sus creencias a toda la sociedad”. Esto es especialmente patente en el debate sobre el aborto: la ex ministra española Bibiana Aído declaró, por ejemplo, que los activistas pro-vida querían “convertir el pecado en delito”, es decir, ver refrendadas por la ley posiciones morales que, supuestamente, sólo tendrían sentido a la luz de la religión (y carecerían, por tanto, de sentido para los ateos).
Esto es una completa falacia, porque la argumentación pro-vida típica no suele acudir a argumentos religiosos: utiliza datos científicos que pueden ser entendidos por cualquiera, como la presencia de un código genético irrepetible en el cigoto, lo absurdo que resulta hacer depender la dignidad del feto de aspectos accidentales como el tamaño o el grado de desarrollo (y no sobre el dato esencial, que es la pertenencia genética a la especie), etc. Se trata de una “imputación falaz de confesionalidad”: los ateos insisten en presuponer inspiración religiosa en cualquier cosa que diga un creyente (aunque éste utilice argumentos exquisitamente laicos)[8].
El laicista necesita ver al creyente como alguien incapaz de razonar: necesita verlo como un repetidor mecánico de dogmas y fórmulas aprendidas. El laicista presupone que la argumentación racional que el ciudadano religioso pueda desplegar no es sino un insincero envoltorio, una racionalización impostada del dogma que su Iglesia le impone[9]. Necesita creer y hacer creer que, si defendemos la vida del no nacido o el matrimonio como unión de hombre y mujer, es porque nuestra religión nos lo ordena: necesita ver estos debates sociales como cuestiones de fe, y no como cuestiones de razón. Esta maniobra le permite expulsar nuestros argumentos de la plaza pública sin tener que molestarse en refutarlos: le basta alegar que son “prejuicios religiosos” que carecen de sentido para los no creyentes[10].
¿Ciudadano de segunda?
La contrapartida de esta imputación falaz de confesionalidad es la ceguera frente a los presupuestos cosmovisionales de las propias posturas (cándidamente tenidas por “neutrales”). Si el progre insiste en considerar que la posición pro-vida requiere la creencia en Dios (aunque la argumentación pro-vida típica no invoque a Dios en ningún momento)… con igual derecho puede el pro-vida conjeturar que la posición pro-aborto se basa en una cosmovisión ateo-materialista que no es aceptada por todos los ciudadanos.
En efecto, para el materialismo la vida es un capricho de la química del carbono, y la humanidad sólo una especie animal con un cerebro algo más complejo. Si los hombres son sólo animales aventajados, ¿por qué no eliminarlos cuando todavía son muy pequeños y su llegada al mundo puede representar un engorro? Es preciso tomar conciencia de que el materialismo ateo es también una cosmovisión, una “religión” (en sentido amplio)[11].
Defender la libertad religiosa implica, pues, no dejarse tratar como un ciudadano de segunda: reclamar nuestro derecho a exponer nuestras opiniones morales y a intentar convencer de ellas a los demás, en pie de igualdad con los no creyentes. No permitir que se intente despachar como “convicciones religiosas que los creyentes deben guardarse para sí mismos”argumentos racionales que sólo apelan a la naturaleza humana y al bien común de la sociedad: la necesidad de defender la vida del no nacido y el matrimonio tal como siempre fue entendido son cuestiones de razón natural, no cuestiones de fe. Implica recordar que todo el mundo tiene creencias, y que el hecho de que el ateo no suela ser consciente de ellas —habitualmente, los ateos creen no creer nada[12]— no le da derecho a imponerlas so capa de “neutralidad”.
Francisco José Contreras. Catedrático de Filosofía del Derecho. Universidad de Sevilla
Ponencia presentada en el Congreso Mundial de las Familias, Madrid, 27-05-2012
es.gloria.tv. 19 septiembre 2012. Francisco José Contreras