El doctor de la unidad: Cardenal Newman
- El 1 de noviembre el papa León XIV confiere el título de “Doctor de la Iglesia” al cardenal Newman, canonizado en 2019.
El papa León XIV ha decidido otorgar a san John Henry Newman el título de doctor de la Iglesia. Newman se suma así a un exclusivo círculo de 37 santos como san Agustín, santo Tomás de Aquino o santa Teresa de Lisieux que la Iglesia venera ya como doctores de la Iglesia. Todos los santos reflejan algún aspecto particular de la vida y enseñanza de Jesús y cada uno de ellos puede enseñar algo a los fieles con su testimonio de vida y de fe. Pero debido al elevado valor de su doctrina, algunos de ellos reciben el título honorífico de “doctores de la Iglesia”.
John Henry Newman nació en 1801 en Londres y fue educado en la fe anglicana. Asumió con gran sentido de responsabilidad sus deberes pastorales como cura anglicano y dio clase en la Universidad de Oxford. Con varios amigos fundó el Movimiento de Oxford para renovar la Iglesia anglicana mediante la redacción de textos inspirados en la Sagrada Escritura y en los padres de la Iglesia. En los años 80 del siglo XIX ya era considerado el intelectual anglicano más importante de su tiempo.
Pero a medida que iba ahondando en la doctrina anglicana, le acechaban más dudas y en 1845 alcanzó la certeza de que solo en la Iglesia católica se encuentra la verdad plena. Se convirtió, recibió la ordenación sacerdotal y llevó el oratorio de san Felipe Neri a Inglaterra. No se puede entender el espíritu de Newman sin tener en cuenta la compañía a la que pertenecía. Aprendió de san Felipe que, para un miembro del oratorio, el primer lugar de la santificación es la vida común, no tanto seguir una regla abstracta sino amar a personas concretas, con todos sus defectos. Durante las décadas siguientes, a muchos católicos ingleses les costó fiarse de este converso, hasta que en 1863 escribió Apologia pro vita sua defendiendo la sinceridad de su conversión, y la de los curas católicos en general. En 1879 el papa León XIII lo nombró cardenal. En su funeral, en 1890, su féretro fue seguido por una multitud inmensa, estimada en torno a veinte mil personas, entre ellos un nutrido grupo de pobres.
Muchos de los grandes pensadores del siglo XX como Romano Guardini, Erich Przywara, Edith Stein, Henri de Lubac o Yves Congar reconocieron la importancia de su pensamiento. Luigi Giussani también leyó algunos de sus principales textos siendo seminarista. Przywara ya vio en Newman a un potencial nuevo doctor de la Iglesia por su capacidad para ofrecer una respuesta de fe a los desafíos no tanto del hombre antiguo o medieval, sino moderno y contemporáneo. Según el jesuita polaco, el cardenal Newman logró superar esa escisión típicamente moderna entre el ámbito de la objetividad, ejemplificado por las ciencias naturales, y el de la subjetividad, ejemplificado por la visión protestante de la fe. Me gustaría ilustrar esta intuición de Przywara en tres ámbitos.
Una primera escisión que Newman superó fue la de razón y verdad. En sus últimos Sermones universitarios, siendo aún anglicano, Newman empieza a combatir la convicción racionalista que afirma que la diferencia entre razón y fe radica en el hecho de que la primera se apoya sobre pruebas fuertes y la segunda, en cambio, sobre pruebas débiles. Para él, sin embargo, la razón consiste en la facultad para avanzar desde las cosas sensibles hacia las que no lo son, exactamente igual que hace la fe. La fe usa el método de la razón, por tanto es razonable. Aun así, la razón no puede tener la pretensión de ser infalible. Newman identifica vías que puedan fortalecerla y ensancharla. En primer lugar, afirma que afectos adecuados favorecen una razón más sana. Una persona que ama se equivocará menos al sondear a la persona amada. En segundo lugar, insiste en la necesidad de tener una visión sintética de la realidad. Quien percibe el sentido de los fenómenos que suceden y los nexos que hay entre ellos los conoce más a fondo. «Cierto tipo de pensamiento filosófico –escribe– (…) implica una concepción de lo viejo conectada con lo nuevo, una intuición en las relaciones y en la influencia de una parte sobre otra, sin la cual no existe la totalidad ni podría haber un centro».
En tercer lugar, Newman afirma que el conocimiento es un fenómeno dinámico. Una persona adulta que repite las cosas tal como las aprendió de niño, es decir, una persona que no sigue aprendiendo permanentemente de lo que le sucede no está en contacto con la realidad. En su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, aplica esta idea a la propia Iglesia, que engloba cada vez más, con el paso del tiempo, las verdades que ha confesado siempre. Un último factor que fortalece la razón, sobre el que Newman insiste sobre todo en La idea de la universidad, es la comunión: la verdad se reconoce en diálogo con amigos.
De lo dicho hasta ahora se deduce que Newman no considera la razón de manera abstracta, sino como una facultad encarnada, estrechamente ligada a cada persona y a su historia. Aunque este concepto de razón resulte subjetivo, su tarea es la de reconocer la verdad objetiva. Newman cree firmemente en la existencia del dogma, de una verdad inmutable, pero cada uno debe intentar comprenderla como pueda. Aunque se esfuerce en conocer lo que afirma la Iglesia con la mayor exactitud posible, jamás lo acepta sin replanteárselo completamente a tenor de su propia experiencia y sus convicciones personales.
Un segundo ámbito en el que Newman supera la escisión entre objetividad y subjetividad se refiere a la relación entre conciencia moral personal y autoridad. Aquí también evita visiones fundamentalistas y unilaterales. Para él, conciencia y autoridad se necesitan mutuamente. Como anglicano, Newman intentó ahondar en la tesis protestante de que lo normal es que una persona se convierta meditando personalmente sobre las Escrituras. De tal modo que él mismo se dedicó a escrutar los textos sagrados para ver cómo se convertían los hombres en los relatos bíblicos y le impactó sobre todo un episodio: el encuentro entre el apóstol Felipe y el ministro etíope. Este último estaba leyendo el Cántico del siervo sufriente de Isaías. Cuando Felipe le pregunta si entiende lo que está leyendo, el ministro responde: «¿Y cómo voy a entenderlo si nadie me guía?» (Hch 8,31). Newman interpreta esta respuesta afirmando que el cristiano no debe intentar tanto entender por sí solo las Escrituras sino más bien buscar alguien que se la pueda explicar, un maestro. La principal tarea de la conciencia personal es por tanto la de reconocer una autoridad a la que seguir.
Varios años después, Newman da un paso adelante y se pregunta por las cualidades que debería tener esa autoridad que le explique el sentido de las Escrituras, y responde: un maestro que quiera explicar la Revelación debe tener la pretensión de ser infalible, pues de lo contrario no valdría la pena escucharlo. Porque los que buscan la verdad de Dios no buscan opiniones personales sino la voz de la Iglesia, es decir, la voz de Cristo. Cuando llega a esta intuición, Newman pide ser acogido en la Iglesia católica, no por razones de oportunidad sino de conciencia.
Veinticinco años después de su conversión, el Concilio Vaticano I promulga el dogma de la infalibilidad papal y Newman se enfrenta a un nuevo problema. Ciertos católicos ultramontanos interpretaron este dogma considerando que el Papa era infalible en todas sus afirmaciones y Newman vuelve a insistir en la importancia de la infalibilidad, pero sin olvidar la otra cara de la moneda, esto es, la conciencia moral de cada uno. Sin negar en absoluto la potestad de la Iglesia para enseñar con autoridad sobre materias de fe y moral, el cardenal afirma: «Si me viera obligado a implicar a la religión en un brindis al final de una comida –cosa que no es en absoluto oportuna– brindaré por el Papa, si os complace, pero antes por la conciencia y después por el Papa».
Para Newman, conciencia moral y autoridad no se excluyen una a otra sino que se reclaman mutuamente. Una persona que busca sinceramente el bien y es consciente de sus propios límites no puede dejar de desear encontrar una autoridad que le pueda guiar en su búsqueda. En cambio, una autoridad como la de la Iglesia, que no dispone de medios de imposición física, no puede dejar de apelar a la conciencia de la persona, esperando que pueda reconocer la verdad. La Iglesia y la conciencia moral son para Newman como dos vicarios de Cristo, cuya tarea consiste en ayudar a la persona a buscar la voluntad de Dios.
Una tercera tensión que Newman supera es la que hay entre “moralistas” –que, en nombre de una llamada común a la santidad, reclaman a todos la observancia de la ley moral– y “laxos”, que justifican sus culpas por el hecho de que todos los hombres son pecadores y Dios es misericordioso. Newman se pregunta por la diferencia entre el virtuoso antiguo y el santo cristiano. A lo que responde diciendo que el virtuoso antiguo, como por ejemplo el filósofo griego Aristóteles, realiza un camino encomiable de ascesis que le lleva a ser cada vez más bueno y perfecto. Pero el resultado de este camino es que, con el tiempo, empieza a despreciar cada vez más a sus hermanos cuando no eligen el mismo camino y quedan atrapados en el pecado.
El santo cristiano, en cambio, a medida que avanza por el camino de la fe, la esperanza y la caridad, más se reconoce pecador. No puede despreciar a los pecadores porque se siente uno de ellos. Más aún, admitirá ser el mayor pecador de todos, reconociéndose incluso responsable de las culpas de sus hermanos. Para el filósofo antiguo, la medida de la moralidad es él mismo. Para el santo cristiano, la medida de la moralidad es Cristo. Comparando la propia vida con la de Cristo, ni siquiera la persona más santa puede dejar de admitir que aún sigue muy lejos de la perfección. Con la santidad, con la cercanía de Dios, crece el arrepentimiento y el dolor por el propio pecado. «Solo los santos católicos se confiesan pecadores, porque ellos solo ven a Dios (…). La visión de Dios es lo que nos da la fe y nos hace humildes ante nuestros propios ojos, haciéndonos sentir el contraste que hay entre nosotros y el Dios en el que debemos fijar la mirada».
COMUNIÓN Y LIBERACIÓN