50 Retazos Sacerdotales: Gabriel Richi Alberti (Ordenado en 1992)
A continuación os ofrecemos el testimonio vocacional de Gabriel Richi Alberti, profesor en la Universidad Eclesiástica de San Dámaso. “El Señor ha tocado mi vida y yo me he dejado querer por Él” es el título de su testimonio, que se da a continuación y que está incluido en la página 81 del libro “Alzaré la copa de la salvación”. En este libro 50 sacerdotes de nuestra diócesis nos cuentan su vocación. Se encuentra a vuestra disposición en la Delegación de pastoral vocacional.
Testimonio
A la hora de responder a la pregunta “¿por qué soy sacerdote?”, me viene inmediatamente a la mente el recuerdo de una conversación con mi padre cuando yo tenía unos diecisiete años. Por una serie de circunstancias dije a mi padre: “Yo no podría ser otra cosa en la vida más que sacerdote”. Y él, serio y a la vez –ahora me doy cuenta– con una ironía llena de ternura, me respondió: “Gabriel, eso es una tontería. Tú podrías ser un estupendo padre de familia. En la vida el problema no es ser una cosa u otra, sino cumplir la voluntad de Dios”. A partir de esa conversación comenzó con mayor seriedad un camino de reconocimiento de los signos que el Señor iba poniendo en mi camino para que pudiese decir libremente sí a su voluntad (el encuentro con algunos sacerdotes, la constatación de la belleza de sus vidas y el deseo de una vida como la suya, la pasión por la Iglesia…), signos que me llevaron hasta el seminario. Desde entonces han pasado casi treinta años y aquellas palabras continúan siendo la respuesta a la pregunta de por qué soy sacerdote. La única razón suficiente y adecuada para que yo sea sacerdote es que Jesucristo me ha llamado. Y ¿cómo lo sé?, ¿dónde está la fuente objetiva de mi certeza? En un hecho muy concreto: el 3 de mayo de 1992, el entonces Cardenal de Madrid, don Ángel Suquía pronunció estas palabras dirigidas a mí y a los de mi curso: “Con el auxilio de Dios y de Jesucristo, Nuestro Salvador elegimos a estos hermanos nuestros para el Orden de los presbíteros”. Por eso la palabra “vocación” es verdaderamente adecuada: Otro llama y elige, tú respondes.
Desde aquel día puedo decir que la certeza objetiva de la elección ha ido creciendo a medida que he visto –visto, sí, me estoy refiriendo a algo que se puede ver y tocar, de lo que se puede tener verdadera experiencia– que Jesucristo mantiene su promesa. En estos años he sido testigo, lleno de asombro y agradecimiento, de la obra de Cristo en mi vida: ha crecido en mí –no gracias a mí, aunque no sin mí– la capacidad de conocer y juzgar la realidad, de amar con una intensidad que a quien no conoce el don de la virginidad le parece imposible, de desear dar la vida para la edificación de la Iglesia y del mundo. La vida, en definitiva, ha ido madurando y, así, de promesa cumplida en promesa cumplida, vivo con la curiosidad de cómo el Señor volverá a vencer mi infidelidad y pecado.
A través de los distintos lugares en los que he ejercido mi ministerio –la parroquia de Nuestra Señora del Rosario de Fátima, en el barrio de Quintana, y sobre todo la parroquia de Santa María La Blanca, de Canillejas, en la que estuve como coadjutor mis tres primeros años de cura; la Pontificia Universidad Lateranense en Roma y el Patriarcado de Venecia, en ambos lugares al servicio del Cardenal Angelo Scola, actual arzobispo de Milán, durante casi catorce años; el Monasterio de la Encarnación de las Agustinas Recoletas y, actualmente, la Facultad de Teología de la Universidad Eclesiástica San Dámaso– dos evidencias se han ido abriendo paso. La primera es que el sacerdote es un fiel cristiano al servicio de la Iglesia y que no hay nada más absurdo que concebirse de manera separada. Reconocer como contenido propio de mi conciencia personal las palabras de Presbyterorum Ordinis 9: «con todos los regenerados en la fuente del bautismo los presbíteros son hermanos entre los hermanos», se ha revelado el camino necesario para el florecer de una verdadera paternidad. La segunda es que el “ministerio pastoral” consiste en lo que la Iglesia concretamente te pide, no en lo que tú te imaginas que debería ser: ¡y sales siempre ganando!
Una confidencia para terminar: cuando fui ordenado sacerdote las palabras «en favor de su Cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24b) dominaban la escena. Hoy, en cambio, han tomado la delantera estas otras: «Te basta mi gracia» (2Cor 12,9).