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¿Por qué soy sacerdote?: La seducción amorosa de Dios

Santos Montoya Torres

Un correo reciente de la Delegación de Pastoral Vocacional de Madrid me invita a poner por escrito mi vocación, razón por la que ahora comparta con el lector algunos aspectos de una historia que ha orientado mi vida.

Si tuviera que resumirla en pocas palabras hablaría del respeto exquisito de la seducción amorosa de Dios. Desde la niñez he podido reconocer las insinuaciones de Dios que me animaban a acercarme a Él. En el grupo de chicos que nos preparábamos para la Primera Co­munión alguien dijo que se podían pedir “tres deseos” después de recibir al Señor. Sólo me acuerdo de uno: “no permitas que me aparte de ti”. Entonces yo no lo sabía, pero resulta que estas pala­bras son con las que el sacerdote termina la oración que dice para sí en la Misa antes de comulgar. Esto lo descubrí con sorpresa después.

Mientras tanto, en diferentes contextos de oración desde muy joven había percibido las sugerencias de Dios a seguirlo: en la acción de gracias tras la Misa, después de unos Ejercicios Espirituales, etc. Recuerdo también no quererme dar por enterado.

Pasa el tiempo y se siguen sucediendo los distintos “guiños de Dios” que me indican que hay una decisión pendiente: ver un hábito por la calle, alguna anécdota familiar, los comentarios de mis amigos tras volver de la beatificación de un religioso mártir, hermano del sacerdote de nuestro grupo de jóvenes, etc.

Un día, después de una reunión de Acción Católica en una parro­quia percibí de un modo especial la necesidad de la evangelización y me vi directamente interrogado. A partir de este momento los “re­cordatorios” sobre mi decisión se produjeron con mayor intensidad. La Palabra de Dios resonaba de un modo especial: “Abraham salió de su tierra sin saber a dónde iba”. Hasta rezar el Padrenuestro re­sultaba problemático porque al llegar al “hágase tu voluntad” y con­siderar mi resistencia, me cuestionaba si tenía sentido seguir con la oración, más aún, la misma vida cristiana se ponía entonces en en­tredicho.

No podía sino reconocer la expresión del profeta Jeremías: “me sedujiste Señor y me dejé seducir”. La oración tantas veces repetida de querer ver había sido escuchada, el deseo de vivir con intensidad aquello para lo que había sido creado tenía un camino concreto, la propuesta estaba clara y la libertad estaba en juego. Misteriosa­mente podía rechazar la iniciativa de Dios pero no podía negar lo que me estaba ocurriendo. Había alegría.

En este largo recorrido puedo comprobar los medios de los que Dios se ha servido: la familia, los amigos, los sacerdotes que me han acompañado, la vida universitaria, el mundo laboral, etc. Sólo Dios sabe cómo han contribuido cada uno a mi modo de estar en la Iglesia y en el mundo. La respuesta ocurrió hace años y sólo puedo decir hoy con ilusión: gracias.