¿Por qué soy sacerdote? No busquéis en otro sitio lo que solamente Cristo os puede dar
José Manuel Lozano Zazo
En un momento de mi vida, con veinticuatro años recién cumplidos, en el que sin lugar a dudas sentía una cierta desorientación y vacio interior, sin saber muy bien que rumbo tomar, recibí la invitación más importante de mi vida, el acontecimiento más inesperado: un grupo de amigos del colegio dónde estudie me animaban a compartir junto a ellos unos días en Roma acudiendo a un encuentro mundial de jóvenes con el Papa Juan Pablo II. Yo ni siquiera sabía muy bien que eran eso de las JMJ, pero, sin duda, alguna esta fue la peregrinación más grande de mi vida, pues marco un antes y un después en mi historia personal. Los años de la universidad fueron algo difíciles para mí en el terreno de la fe, pues significaron un enfriamiento en mi relación con Dios. Casi sin darme cuenta veía como Dios, que tan importante había sido en mis primeros años de juventud, ya no ocupaba el centro de mi corazón, y mis intereses pasaban a ser otros: estudios, amigos, chicas, deporte, tiempo libre….
Fui a Roma, sin esperar grandes cosas, porque en aquel momento, necesitaba tomarme un respiro, “desconectar” -sobre todo una vez finalizados mis estudios de Derecho, y a punto de comenzar a trabajar en un despacho de abogados- y además me parecía una gran oportunidad, -ya que a mí que me gustaba el arte- el poder conocer una ciudad como Roma, con sus edificios y monumentos renacentistas y barrocos…
Lo último que había imaginado en aquel caluroso verano del año 2000, es que ese viaje a Roma iba a significar para mí un encuentro personal con Cristo vivo y resucitado como jamás había tenido antes. Fueron días maravillosos en los que el Señor por pura gracia y misericordia quiso entrar hasta el fondo de mi corazón.
La primera gran impresión que tuve fue la de encontrarme con jóvenes que estaban fascinados por Cristo, que irradiaban la alegría del Resucitado, una alegría que yo por entonces no tenía. En seguida broto en mí el deseo de dejarme contagiar por esa alegría y de profundizar en la causa de la misma. ¡Yo quiero tener esa Alegría!, ¡deseo vivir en esa Alegría! me decía a mí mismo.
Otro momento excepcional fue el poder escuchar y ver de cerca al Papa Juan Pablo II. Aún guardo en mi corazón aquellas palabras que resonaron en mi interior con una fuerza e intensidad inusitada: “Jóvenes, no busquéis en otro sitio, lo que sólo Cristo os puede dar”. Es decir, no pongáis vuestra confianza en las cosas de este mundo que son pasajeras y perecederas, en aquellas cosas caducas que pasan y que no permanecen y que, en definitiva, no van a llenar vuestro corazón: placeres, comodidades de todo tipo, fiestas…. Antes bien, poned vuestra confianza en Aquel que responde a las exigencias más íntimas de vuestro corazón: Cristo, nuestro Señor.
A su vez, se me quedó grabada una certeza en mi interior, como palabras dirigidas para mí por el mismo Dios: “Nadie te ama como yo”. Sentí un amor que me abrasaba por dentro y una voz que me pedía entregar la vida con confianza sin miedos. Fue una experiencia inolvidable que me permitió, a su vez, hacer revisión de lo que hasta entonces había sido mi vida, de poder visualizar como si fuese una película, “la historia de mi vida” con sus luces y sus sombras, con sus momentos buenos y malos…, pero una historia que puesta en manos de Dios, entregada a su Misericordia Infinita, se convertía en verdadera historia de salvación. Encontré un movimiento de espiritualidad franciscana que me ayudó en esta tarea a seguir profundizando en mi relación con Dios, a través de la oración y en la entrega y servicio a los hermanos. Así, de este modo, sentía con el paso del tiempo, como esa gracia o don recibido en Roma en el verano del 2000 se iba desarrollando en mí, -no sin dificultades y sin resistencias- e iba adquiriendo una forma concreta. Experimentaba en lo cotidiano de cada día, -y con la ayuda de algunos sacerdotes y amigos- que el deseo de entrega total e incondicional que el Señor ponía en mi corazón adquirían una forma y rostro concreto: ¡ser sacerdote de Jesucristo!.