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¿Por qué soy sacerdote? El regalo de Reyes

El sacerdocio para mí es un regalo, y nunca mejor dicho pues tuve la gracia de ser ordenado el día de Reyes del año 2001. Pero también tengo que decir que no es el típico regalo que sea sólo para mí… es un don, el Señor me dio para ponerlo al servicio de los demás. Y de este modo es mucho más gratificante y gozoso.

Detrás de la vocación hay una llamada de Dios que se manifiesta de diversas maneras y que en mi caso tiene un primer momento que puedo identificar claramente en un domingo por la tarde al acabar la Misa en mi pa­rroquia. Era en San Lorenzo del Escorial y tenía entonces 20 años. Allí apareció mi párroco D. Juan para invi­tarme a un grupo de gente joven que se iba a formar. En aquel momento no podía imaginar lo que aquel paso iba a significar años después para mí. San Juan habla de la hora décima como el primer encuentro que tuvo con el Señor y ésta sería mi hora décima. Así empecé a vivir la fe con cierta hondura descubriendo la realidad de la Iglesia en la belleza de participar cada vez más activamente en la vida de mi Parroquia: llevar a cabo tareas catequéticas, participar en convivencias y retiros, la Misa de los sábados con mi grupo, el acompaña­miento espiritual, la lectura de la vida de algunos santos …

 Ciertamente el Señor se vale de las experiencias más sencillas y humanas para tocar el corazón y orientarlo en una dirección nueva e ilusionante.

El Señor me había comenzado a llamar y yo después de un largo proceso le dije que sí. Recuerdo el ca­mino de Santiago donde decidí dar el paso y la acogida de la noticia en mi familia y en el trabajo; y también los años del Seminario con especial cariño, ahí me fui descubriendo como la pieza de un puzle que estaba modelado para encajar exactamente en el lugar que el Señor siempre pensó para mí y que era en este mi­nisterio presbiteral. Pero también ha sido recorrer todo un camino no exento de dificultades, titubeos y os­curidades en muchos casos propiciados por mi fragilidad y falta de correspondencia al amor siempre fiel del Señor. Con esta perspectiva que me dan los 11 años de cura, percibo cada parroquia donde he estado como un don y como un signo patente de predilección por parte de Dios. En cada una he experimentado el amor de una comunidad que me ha recibido con los brazos abiertos, que me ha cuidado y que ha rezado por mí. Todo ello me ha empujado a vivir en actitud de servicio y a tratar de no reservarme nada. En cada una he ido compartiendo los momentos más importantes de la vida de tantas personas como son desde el nacimiento de un hijo a la pérdida de un ser querido… con un corazón creyente y reconociendo el paso del Señor.

Dios nos ha creado por amor y nuestra vocación común es la del amor y la santidad. La realización con­creta en mi historia es en el sacerdocio vivido como correspondencia a ese amor primero que he experimen­tado. Un amor que se concreta cada día:

En los grupos de la Parroquia donde nos ponemos a la escucha de la Palabra, oramos juntos y tratamos de conformar nuestras vidas con la de Cristo.

En el que se acerca con la necesidad del tipo que sea o simplemente de ser escuchado.

En el enfermo al que llevar la Comunión.

En el acompañamiento del que me ha abierto su corazón para que le ayude a caminar hacia Cristo.

En el diálogo sincero con el que no quiere pisar la Iglesia y está lleno de prejuicios contra ella.

Gracias a Dios no dejo de asombrarme al comprobar la confianza que el Señor ha depositado en mí, hom­bre frágil como mis hermanos, especialmente al encomendarme la celebración de la Eucaristía, el sacra­mento de la Reconciliación, el Bautismo y el resto de los sacramentos para comprobar que es Él quien sigue actuando a través de mi pobreza y pequeñez. Es la constatación permanente de que es mucho más lo que se recibe que lo que se da… por mucho que se entregue uno. Y todo ello vivido en la Iglesia, amando a esta Iglesia donde he conocido al Señor y he crecido en la fe.

La devoción a María siempre ha sido estímulo y consuelo en mi recorrido de fe, antes y después de la or­denación. Y a Ella me sigo encomendando para que cada día me parezca un poco más a su Hijo y así lo mues­tre a mis hermanos. No hay mayor gozo que gastar la vida en el anuncio del Evangelio y por eso años después me reafirmo en el lema sacerdotal que un día escogí para mi ordenación: “…muy gustosamente gastaré y me desgastaré por vosotros” 2Co 12,15