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¿Por qué soy sacerdote? Gracias a Dios soy lo que soy

Pedro José Lamata Molina

Mi abuela decía que yo desde niño quise ser sacerdote. A los que me recuerdan en esa época les llamará la atención, porque mi permanente afán científico y mi espíritu aventurero ponían todo patas arriba por allí por donde pasara. ¿Quién era Dios para aquel niño? Era el amigo de mis padres. Ellos nos enseñaron a cantar a Dios, a rezarle, a confiar en Jesús y en María, a desear llegar al Cielo. ¡Y a ir a misa! Por eso quise ser monaguillo, o leer en misa, o cantar en el coro. Jesús estaba allí.

Mi grupo parroquial estaba en las últimas y decidí dejarlo. Me cansé. Pero el sacerdote que llevaba la catcquesis con una gran lucidez me pidió que ayudara a una catequista mayor con un grupo de niños que acababa de hacer la Comunión y que la traía un poco de cabeza. ¡A mí sí que me trajo de cabeza! ¡Qué ba­tallas campales con ellos! Pero, a la vez, qué gran alegría apareció en mi vida. ¡Podía darles lo mejor que se puede dar! Un gran contraste se fue haciendo cada vez más fuerte: Salidas con unos amigos, con otros amigos, colegas, experiencias de “libertad” que esclavizaban, críticas, burlas o peleas que me hacían mal varón, jornadas para catequistas, convivencias con otros jóvenes con fe. La vida merecía la pena ser vivida a tope, pero no era fácil acertar. ¿Cómo vivir la vida sin perder ni un instante de felicidad? ¿Hay alguna fe­licidad que sea tan verdadera que no canse? Compraba dos periódicos deportivos al día, me apasionaba el fútbol, escuchaba la radio todas las noches hasta la madrugada por los deportes, pero también jugaba en un equipo en el colegio, y tocaba la guitarra, y el piano, y hacía teatro, y me gustaba el cine, las bandas sonoras de las películas, jugar al billar, la informática. Fue entonces cuando apareció Él. Una tarde volvía del colegio y, al pasar por mi parroquia entré inconscientemente. No había nadie, salvo una gran imagen de Cristo Crucificado… Al darme la vuelta para irme muy extrañado de haber entrado sin motivo, vi la luz del confesionario encendida. Un sacerdote muy anciano, que ya está en el cielo, esperaba algún penitente que no llegaba. Yo hacía mucho que no me confesaba y no tenía ninguna intención de hacerlo. Pero una fuerza ‘misteriosa” me empujó a saludarle. Sólo por cortesía. ¿Amor propio, tal vez? Saludarle le dio a él la ocasión de contarme un chiste, bromear conmigo, hacerme reír. Me convencí de que debía confesarme con aquel sacerdote. A los pocos domingos aproveché la ocasión, y le conté todo: mis líos, todas mis dificultades, mis trampas, mis engaños, mis crisis de fe, de soledad, de todo. Su contestación fue absolutamente inexplicable: ~¿alguna vez te has planteado ser sacerdote?” Cuando me hizo aquella pregunta concluí que estaba “dema­siado mayor”, y que “desbarraba”. Le mencioné a mi abuela y su teoría de que de pequeño quería ser cura, ¿este sacerdote se alegró mucho y me pidió que leyera una pequeña selección de textos de Juan Pablo II a los jóvenes. Sin emoción, salí del confesionario, cogí el pequeño librito que me ofrecía, y me marché a lasa. Fui a la terraza, me senté, y entonces le eché un vistazo a las palabras del gran Papa: “Queridos jó­venes -lo recuerdo como si hubiese sido hace un rato-, me gustaría estar con vosotros, a vuestro lado, en este momento en el que estáis planteándoos qué hacer con vuestra vida”. Aquella tarde volví a la parroquia y le dije al cura que quería que me devolviera mi vida como estaba antes. Y el sacerdote, sonriendo dulcemente, me invitó a rezar con él todos los martes después del colegio, un rato. Cada martes rezábamos un poco más, y siempre, después de rezar, me dedicaba unos minutos. Me repitió en muchas ocasiones: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín).

Me daba miedo hacer daño a mis padres, renunciar a mis planes, sobre todo a formar una familia, pero cada día me enamoraba más de Jesús. Sobre todo en la Eucaristía. Me entusiasmaba oír al sacerdote decir: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, dichosos (¡felices!) los invitados a la Cena del Señor”. ¡Esa era la felicidad que tanto había buscado! ¡La que no me cansaba! Me fui llenando cada vez  más de un profundo deseo de que llegase el día de decir yo también a todos los hombres: “{Mirad, aquí está el Cordero de Dios! ¡Aquí está el que hace felices a todos los hombres!” Empecé a ir al seminario con diecisiete años y fui ordenado siete años después. Cada día mi seguridad en su amor y la pasión por la misión creció dentro de mí. Y, por fin, puedo decir cada día, con mi mayor sonrisa y mi corazón encendido en su amor: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo… DICHOSOS LOS INVITADOS A LA CENA DEL SEÑOR”. ¡Qué bueno es Jesús!