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¿Y si Dios me llama a mí como a Samuel?

Rubén Inocencio González

Fue con ocho años aproximadamente, cuando en una catequesis, en mi parroquia, me hablaron de la vocación de Samuel, el profeta. Esa misma noche recuerdo que pen­saba: “¿y si Dios me llama a mí como a Samuel?, ¿cómo yo, siendo tan pequeño me marcharé de casa y dejaré a mi familia?, ¿a dónde iré?”. Yo no entendía nada, pero sobre esa misma edad, viendo a los sacerdotes de mi parroquia, nació en mí el deseo de ser sacerdote. Recuerdo que todo lo que tenía que ver con Dios tenía una atracción especial en mí, atracción que se fue desarrollando al paso de los años en un acerca­miento a Jesús en la Eucaristía y hacia la Virgen María.

El Señor fue preparándome desde pequeño a la misión que me iba a confiar, sir­viéndose de las circunstancias concretas de mi vida.

Algo muy importante fue la presencia del dolor desde mi infancia. Mi madre tuvo una enfermedad degenerativa, poco después de mi nacimiento, hasta que fue llamada por Dios cuando yo tenía doce años. Este hecho supuso para mí encontrar en Jesús y en la Iglesia los brazos y el lugar donde recibía consuelo y donde se me enseñaba lo bueno y lo bello. En medio del dolor recibía en la parroquia la esperanza para seguir creyendo en la vida. Así, el Señor me ha ido enseñando cómo las contradicciones, los sufrimientos y las propias debilidades suponen una oportunidad para descubrir con más fuerza el Corazón de Dios y también mi propio corazón, para que después como sacer­dote pudiera acercarme también como “sanador herido” al corazón de mis hermanos. Perdón, alegría, amistad, esperanza, misericordia, dignidad, confianza, amor gra­tuito e incondicional son el vocabulario de Dios que he aprendido en la Iglesia, en el rostro concreto de personas que a lo largo de mi camino han sido y son la mano, la pa­labra y el abrazo de Cristo para mí.

El día de mi primera Misa, en la parroquia de Nuestra Señora del Consuelo de Vallecas, un 19 de abril del 2005, se me hizo claro que el noventa y nueve por ciento de mi sacerdocio estaba formado por numerosos nombres de personas que rezan por mí y me sostienen con su cariño y oración, incluida mi madre, que por su unión a Cristo en la Cruz daba como fruto precioso un hijo sacerdote. Nada es inútil en el camino de la vida. Quizá sea ésta la razón que me lleva cada día a la urgencia de estar al lado de los demás y rezar por ellos para que también puedan conocer de verdad a Jesús y des­cubrirle como un verdadero tesoro.

¿Por qué soy sacerdote? Al día de hoy esto es algo que sigue sorprendiéndome y que me cuesta comprender. No encuentro razones para que Jesús me haga su amigo y com­pañero y me convierta en su “otro yo”. Este es el punto donde Dios desmonta todos mis esquemas. La respuesta es siempre la misma: su amor y el sacerdocio son, y serán siempre, un regalo inmerecido. No soy sacerdote porque sea mejor que los demás o porque Jesús haya visto en mí una persona llena de virtudes sino porque quiere esco­germe, porque él me quiere. Esto es lo que veo cada día en la Eucaristía cuando le tengo en mis manos, o mejor, él me tiene a mí. ¿Quién soy yo para ofrecer su Sacrificio de amor? Y sin embargo, él viene, él está, él se hace uno conmigo para decir sobre el pan y el vino: Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre. El amor de Dios en la Eucaristía es lo que anima diariamente y da sentido a mi sacerdocio: lo mejor que puedo dar y compartir con los demás no es sino a Jesús.

Así, acabo mi testimonio con las palabras de María que fueron las que elegí como “lema” en mi ordenación: Proclama mi alma la grandeza del Señor.