La llamada de Dios flipa

Aquél tipo me dio una patada en la boca. Él era el delantero contrario y yo el portero de mi equipo. Conseguí pararle su avance a costa de su “caricia”. Y encima nos pitan penalti. Pero, sangrando por la boca, hice un paradón. Aquel partido fue decisivo para nuestra clasificación: ganamos 2-0. Formábamos el equipo del barrio de “La Elipa”. Casi salgo a hombros. Estaba feliz, pero tenía los morros hinchados. Lo peor era que aquella misma tarde, a mis quince años, recibía el sacramento de la confirmación. No tengo ninguna foto de aquella ceremonia, porque mi aspecto era lamentable.
Pero lo que sí recuerdo de mi Confirmación, fue la presencia muy íntima de Dios en mí. El Espíritu se hizo notar muy fuerte. Creo que aquella fue mi primera conversión. Aquél día di un gran paso: del simple pensar en Dios, a vivir con Dios. El Espíritu Santo ya no era un tema más, sino una presencia dentro de mí, que me acompañaba a todos lados. Incluso al botellón. Al terminar la ceremonia, habíamos preparado un botellón -teníamos poca imaginación y hacíamos lo único que sabíamos- y allí estábamos todos en un parque, como de costumbre. Pero aquél día fue distinto. Las risas típicas y las tonterías de la edad ya no me hacían gracia. Me encontraba como un extraño entre aquella chusma. Sí, eran mis amigos, y yo me lo pasaba bien con ellos, pero todo era distinto. No se me notaba por fuera. Sin embargo, ya no era el mismo.
Al cabo de pocas semanas, mis amigos abandonaron la parroquia, en la que habíamos estado tres años. Otra chica y yo fuimos los únicos que continuamos. Mi querida parroquia de san Emilio, donde me bauticé e hice mi primera comunión, comenzó a tener un aspecto distinto. De repente, tenía necesidad de ir a Misa. Tenía necesidad de que me hablaran de Dios. Por fin deseaba ir de convivencias. La verdad es que me había perdido muchas porque tenía “cosas más interesantes que hacer”. Me apunté a visitar enfermos en la residencia de ancianos “Mi Casa” en la calle O’Don-nell. Impartía clases gratuitas a niños con dificultades. Me apunté a caritas y decía que los voluntarios eran super-mayores, cuando en realidad, yo todavía era un niño. No por eso dejaba a mis amigos, la discoteca del “finde”, el fútbol, el béisbol… Mi madre decía que sólo me interesaba mi casa por la cama para dormir. Ah, y por supuesto, mi novia. Tuve cinco en seis años. De cura, ni hablar, ni pensar en el tema. Ni nadie me propuso nada ni yo lo pensé ni se me había ocurrido. Nada de nada.
El 4 de marzo de 1993, a mis dieciocho años, participé de unos ejercicios espirituales para jóvenes de la parroquia. Era en el Escorial. Al llegar me encontraba inquieto, incómodo, nervioso. No hice caso de las predicaciones en ningún momento, porque algo ronroneaba en mí. No pude más y fui a hablar con Juan, el joven sacerdote. Le abrí mi alma y en un momento se me escapó: “Es que yo creo que Dios me pide oigo”. En ese momento cayó el telón. Vi claramente que Dios me llamaba a ser sacerdote. Ya no escuchaba la respuesta del cura. Sólo me quedé pasmado ante tal descubrimiento. “Yo cura -pensaba- eso era todo”. Ahí está la respuesta. Eso explica todo. ¡Claro! Había estado ciego. Ahora todo estaba claro.
El miedo me pudo. Un nudo en el estómago. Menos mal que poco después tocaba rezar el rosario y el cura me pidió que lo dirigiese yo. Era mi primer rosario. Descubrí a la Virgen. Me quedé tranquilo. No sé qué verían los demás, pero yo estaba flipando. Todo se aclaraba. Jesús quería que yo fuese cura: no existía nada más evidente que eso. Y su Madre me calmaba.