“¿Qué hace un chico como tú en un sitio como éste?”
Soy el segundo de tres hermanos, hijos queridísimos de unos padres que son una bendición, y que nos enseñaron desde muy niños el amor a Dios y al prójimo.
La presencia de mi tío abuelo José Manuel y mi tío Jacinto, sacerdotes ambos, me daba una mirada singular sobre esta vocación. Yo veía que mis tíos eran cariñosos con todos, que jugaban con nosotros hasta rendirlos, gastaban bromas, contaban chistes y anécdotas interminables, rezaban con todos y a solas. Con el tiempo me di cuenta de que este trato estrecho y tan natural no era habitual para el resto de mis amigos. Dos recuerdos guardo como un tesoro de la figura del sacerdote en mi niñez, dos imágenes que provocan una inmensa atracción hacia la vocación sacerdotal: el sacerdote de mi parroquia durante la consagración y mi tío Jacinto rodeado de jóvenes en la parroquia.
No recuerdo a qué edad, comencé a decir que quería ser sacerdote. Cada vez que en el colegio el maestro preguntaba qué queríamos ser de mayores, mis amigos contestaban: futbolista, médico, bombero, policía… Yo dentro de mí decía: “yo también quiero ser futbolista, médico, etc.” Pero al llegar mi turno de contestar, nacía la respuesta de forma espontanea: “yo quiero ser cura”. Así me quedé con el apodo de Fran “el curilla” entre mis compañeros.
Mis padres, mi familia, no hicieron problema y ni alarde de la expresión de mi deseo. A la edad de doce años una tarde mi padre comenzó a hablar conmigo sobre la vocación. Aquella charla terminó con estas palabras de mi padre: “no basta que tú quieras ser cura, tiene que querer Dios que seas cura, y existe un lugar en que te pueden ayudar a saber si Dios lo quiere, se llama Seminario Menor. ¿Quieres que vayamos?”.
Al viernes siguiente por la tarde mi padre me acompañó al Seminario Conciliar, un edificio muy bonito externamente; al entrar, por las grandes dimensiones y la poca luz que había, resultaba un poco tétrico. Enseguida llegó un sacerdote con una enorme sonrisa, la que se te queda cuando te han contado un buen chiste y lo sigues rumiando a solas, se llamaba Julián. Hechas las presentaciones, me invitó a la reunión que tenían a continuación, y durante el trayecto, recorriendo pasillos y recovecos, Don Julián me espetó la pregunta siguiente: “¿Qué hace un chico como tú en un sitio como éste?” La pregunta de mi vida, pero formulada de otra forma. “Que quiero ser cura”, contesté rotundo, “mi padre me ha dicho que me ayudaréis a saber si Dios lo quiere”. Él me contestó con una frase enigmática que me enganchó: “Dios siempre quiere lo mejor para nosotros”. Aquella primera reunión fue un descubrimiento del don de la oración en común: escuchar el recitado de los salmos de vísperas como una sola voz, poniendo atención a lo que se decía, me abrió la puerta a una experiencia nueva de la iglesia.
Pero lo más impresionante viene pocos meses después, durante el campamento de verano del Seminario Menor de Madrid en Vinuesa (Soria). Quince días de oración, celebración de la eucaristía, catequesis, interminables marchas por la montaña, juegos, tareas desconocidas para un chico de doce años como ayudar a preparar el desayuno para todos, sin se quemen las tostadas de pan y el cacao, fregar cacerolas más grandes que yo, limpiar las letrinas, etc. En esos días comencé a experimentar que era inmensamente feliz sin depender de que yo tuviera que hacer lo que me gustaba. Se me estaba regalando una alegría inmerecida y no buscada. Era como la curación del ciego de nacimiento narrada en el evangelio “…lo único que sé es que antes no veía y ahora veo…” (Jn 9, 25). Era tan evidente este don, que uno de los seminaristas mayores que nos ayudaban, Enrique Bicand, el último día, en la fiesta final del campamento, nos puso un apodo cariñoso a cada uno, el mío fue “ía sonrisa permanente”. En esos días Dios me hablaba con una claridad meridiana. Allí escuché en la intimidad de la oración cómo el Señor me desvelaba la famosa frase de D. Julián; era el mismo Cristo que me decía: “Fran te quiero. Te quiero feliz, por eso te quiero sacerdote”. Desde entonces decir a Dios sí cada día ha sido la constatación de que Él cumple su deseo.
Lo digo a voz en grito: ¡Cada día soy más feliz! ¡Cada día Dios me hace feliz! ¡Me ha hecho sacerdote para ser feliz!