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¿Por qué soy sacerdote? (I) “Señor, Tu lo sabes todo, Tu sabes que te quiero”

Hace once años, tuve la gran dicha de recibir el don del sacerdocio, todo un verdadero regalo de Dios. Días antes de la ordenación, cuando me preparaba para recibir este tesoro, mientras vivía una experiencia de silencio y oración, el Señor me concedió la gracia de sentirme muy iden­tificado con estas palabras del apóstol S. Pedro. Él que había sido enri­quecido en todo, en el hablar y en el saber, en el vivir muy cerca del Señor, que había escuchado su Palabra y visto sus milagros, que había te­nido la dicha de haber sido llamado por el Maestro y caminar con Él, era interrogado: Pedro, ¿me amas?. Era la pregunta más importante de su vida, era la invitación del Señor a seguirle más de cerca y justo después de haber traicionado, de haber experimentado su propia debilidad. Así me sentía yo en vísperas de mi ordenación sacerdotal, bendecido por el Señor, mimado por su gran misericordia, elegido por Él e interrogado sobre mi amor, sobre mi disponibilidad a seguirle más de cerca y a mos­trar con mi vida que la fidelidad y misericordia del Señor son los garantes de una vida entregada.

Tras estos once años de ejercicio del ministerio sacerdotal y en las diversas tareas en las que el Señor me ha llamado a servirle, puedo seguir diciendo con el apóstol: “Señor, Tu lo sabes todo, Tu sabes que te quiero”. Si, Señor, nadie mejor que Tú sabes de mis debilidades, de mis torpezas, de mis resistencias… pero sin duda, nadie como Tú, como Tu fiel empeño por llenar de alegría y de esperanza todos y cada uno de los días de mi vida sacerdotal, de permitirme contemplar tu obra salvadora en medio de mi gran familia, la Iglesia. De sorprenderme con el poder de tu Gracia y misericordia, que renuevan el corazón y la vida de tantos hermanos. De poder experimentar que no hay mayor alegría que la de entregarse y reconocer en medio de las fatigas y esperanzas de los hom­bres que Tú eres el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. De permitirme ser testigo privilegiado de tu empeño por hacer felices a los que llamas, a los que sigues invitando a ir contigo y seguirte. De reconocer que la obra buena de tus manos la sigues creando, la santificas, la llenas de vida, la bendices y la llevas a término.

Por todo ello, sólo puedo decir GRACIAS. Gracias a quien me llamó, se fió de mí y me concedió este Don. Gracias a quienes se empeñaron en hacerme comprender que el Señor no elige a los capaces, sino que hace capaces a quienes elige. Gracias a quienes a lo largo de estos años me han seguido mostrando que Jesucristo es el Señor de la Vida. Gracias a quienes me han permitido decirles: “Ese es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Gracias a quienes sostienen mi vida y vocación, con su oración y entrega. En definitiva, Gracias Madre Iglesia por lle­varme a Jesús y permitirme ser pobre instrumento en sus manos. Y si algo quisiera gritar al mundo y a todos los hombres es: No temáis, merece la pena dar la vida por Cristo y los hermanos. Nadie como Él sabe recom­pensar y verdaderamente lo hace. Es mi experiencia a lo largo de toda mi vida y muy especialmente en estos años como sacerdote de Jesucristo.