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Un judío infiltrado entre las SS

 El nazismo, su ideología y los estragos realizados en nombre de la pureza de la raza son una marea negra que ha contaminado la historia del siglo xx, en la que los valores humanos han sido tergiversados y violados. Pero la dignidad de la conciencia ha sido más fuerte y ha vencido en numerosas personas que han aceptado la angustia constante de arriesgar la vida, porque han embocado por el camino de la verdad humana y de la Verdad que Dios ha dado a la libertad humana.

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Así fue para el judío Oswald Rufeisen en 1939:  era poco más que un muchacho -tenía sólo diecisiete años-, nacido en Zadziale, en Polonia, muy pobre pero inteligente y con don de lenguas, hablaba un alemán tan fluido que pasaba por alemán. Oswald demostró pronto su inteligencia:  en la escuela ya superaba a sus coetáneos en destreza y profundidad; entonces los judíos no tenían un acceso fácil y simple a las instituciones escolásticas, incluso cuando las familias podían hacerse cargo de los gastos. También fue miembro del movimiento sionista juvenil Akiva;  en  aquel  tiempo no era socialista pero se orientaba hacia una experiencia de vida en un kibbutz y, sucesivamente, hacia el Partido liberal.
En el momento de la invasión de Polonia, a Oswald y a su hermano les quedaban bien pocas salidas:  la huída hacia el sur era imposible, bloqueada en todas las fronteras, por lo que su meta fue Vilna, ya que Lituania gozaba de un breve periodo de independencia política. Breve porque hubo dos oleadas sucesivas:  primero los soviéticos y después los nazis.
En aquel momento, Vilna parecía el punto focal de encuentro de centenares de jóvenes sionistas que querían llegar a Europa. Vivir en aquel momento significaba sobrevivir de modo elemental, alimentarse, trabajar donde se podía, encontrar hospitalidad bajo un techo amigo pudiendo mirarse al espejo y reflejar la propia angustia en rostros jóvenes que compartían los mismos miedos, las mismas ansias en la precariedad cotidiana. Siempre con un interrogante lancinante:  “¿Mañana estaré todavía vivo?”.
Cuando los soviéticos concedieron un número limitado de visados, Oswald quiso que su hermano pequeño partiera hacia la tan anhelada Palestina y tuvo la valentía de permanecer en la trampa mortal. Los nazis lo convirtieron en un trabajador-esclavo:  cortaba leña en los helados bosques fuera de la ciudad. Sin embargo, el chico, pequeño de estatura y delgado, de maneras afables y delicadas, encontró a un campesino dispuesto a arriesgarse para protegerlo, que lo tomó como trabajador. Por otra parte, parecía realmente un típico alemán gracias a su buen dominio de la lengua, al pelo rubio y a los ojos azules. Oswald, cuando el peligro apretaba sus tuercas y la conciencia lo impulsó a ayudar a los hermanos perseguidos, cambió de residencia; escapó de Lituania hacia Bielorrusia, deteniéndose en Mir, una pequeña ciudad de cinco mil habitantes al este de Polonia, cerca de la frontera rusa, donde todavía vivían numerosos judíos encerrados en una especie de gueto en el palacio derruido del noble polaco Mirsky, después de una masacre que había costado la vida a 1.500 judíos.
El joven Rufeisen, que huía de Cracovia en dirección a Mir, había encontrado documentos alemanes en un hato abandonado al borde del camino, los recogió y constató cuánto se le parecían:  ¡rubio, ojos azules… ario!
De este modo, logró alistarse en la Policía y convertirse en el organizador y el salvador de numerosos civiles. Siguió la formación, y su buen conocimiento de la lengua local fue determinante para su promoción:  en otoño de 1942 se convirtió en SS Oberscharführer.
Sus nervios de acero y su rapidez en la respuesta y en la acción le permitieron trabajar en la policía militar alemana, cuyo temible jefe Serafamovich aterrorizaba a la población y a los judíos. Como traductor vivía a su lado, siempre con la pesadilla de que un mínimo error pudiera revelar su origen judío.
¡Un joven sionista con el uniforme alemán! Así lo vieron y lo reconocieron algunos sionistas que habían escapado de las masacres de Vilna. Berl Resnik, un refugiado, entró un día en el despacho de Oswald, quien le preguntó por qué no lo había saludado diciéndole “shalom”. Berl, temblando, pensó que se trataba de una trampa; cuando Oswald le reveló su identidad respiró tranquilo.
El doble juego no podía menos de aumentar la tensión en el joven Oswald, que sin embargo seguía arriesgándose:  robó fusiles de los cuarteles generales de la policía y los pasó a los amigos judíos del gueto. El máximo riesgo lo corrió después de una llamada telefónica que logró escuchar entre su jefe y las SS:  se había fijado la fecha para liquidar el gueto de Mir. Con mil estratagemas, mucha astucia y un miedo perenne, Oswald avisó a los amigos y dio largas a la policía alemana, llevándola al norte en busca de los partisanos rusos. Al menos 300 judíos lograron escapar del gueto y encontrar refugio en los bosques de Nabuloki, en el sur.
Comenzaron a sospechar de él por esa desaparición de tantos judíos. Por tanto, Oswald fue interrogado por un oficial de las SS y, puesto que las cosas se ponían feas, una vez que se quedaron solos en el despacho, agarró un fusil y escapó por la ventana hacia los campos abiertos. Le siguieron, le dispararon, pero logró escapar y llegar hasta un convento donde las monjas lo escondieron. Salvar a tantos judíos no fue un atrevimiento, sino un acto que le costó a Oswald tener que abandonar el seguro uniforme alemán por un hábito religioso (además femenino).
Un mes más tarde, cuando un partisano que había recibido de Oswald un par de botas fue encontrado muerto y con el rostro desfigurado, el fugitivo fue dado por muerto y el caso considerado cerrado.
Gracias al valor de las monjas, desde aquel 16 de agosto de 1942 se alojó escondido en el guardillón del henil, precisamente en el patio adyacente al de la policía que había “servido” hasta hacía poco. Recién llegado al convento, completamente exhausto, cayó en un sueño profundo de al menos veinticuatro horas. Al despertarse encontró a su lado una revista en la que se contaban los milagros acontecidos en Lourdes por intercesión de María Inmaculada; despertó su curiosidad y pidió saber más al respecto. Oswald narra así esos dramáticos momentos:  “Pedí el Nuevo Testamento y comencé a estudiarlo. Leí también varios libros judíos que encontré en la guardilla. Estaba lleno de interrogantes. Me preguntaba por qué sucedían cosas tan trágicas a mi pueblo. Me sentía un judío, me identificaba con la difícil situación de mi pueblo. También me sentía sionista. Deseaba ir a Palestina, mi país (…) con este cuadro mental me expuse al Nuevo Testamento, un libro que describe acontecimientos que sucedieron en mi patria, la tierra que anhelaba. Todo esto debe haber creado un puente psicológico entre mi yo y el Nuevo Testamento. Aunque parezca extraño, tenía un diploma de escuela superior polaca, pero nunca había leído el Nuevo Testamento. Nadie me lo había pedido. En relación a la Iglesia conocía sólo cosas negativas. Tenía prejuicios contra la Iglesia. En el convento, solo, me creé un mundo artificial pretendiendo que dos mil años no hubieran pasado nunca. En este mundo de fe que yo mismo había creado me confronté con Jesús de Nazaret (…) si no lo comprendéis, no comprenderéis mi lucha por el derecho a mi nacionalidad judía (…) así estaba frente a Jesús de Nazaret. Debes comprender que no toda la historia sobre Jesús es la historia de la Iglesia. La historia de Jesús es una parte de la historia judía. Así seguí los intercambios de ideas y de controversias entre Jesús y algunos de los judíos, distintos tipos de judíos. Pronto comencé a aprender cada vez más sobre la posición asumida por Jesús. Me encontré de acuerdo con la visión y la actitud de Jesús frente al judaísmo. Sus sermones me tocaban profundamente. En este proceso, de alguna manera, olvidé todo lo que sucedió más tarde en la relación entre judíos y cristianos. Al mismo tiempo, necesitaba un maestro, a alguien que me indicara el camino, un guía, alguien fuerte (…) y así llegué al momento en que Jesús muere en la cruz y después resucita. De repente, no sé cómo, identifiqué su sufrimiento y su resurrección con el sufrimiento de mi pueblo y la esperanza de su resurrección. Comencé a pensar que si un hombre justo muere, no por sus pecados sino por las circunstancias, entonces debe ser Dios, porque es Dios quien le devuelve la vida. Entonces pensé que si existía la justicia para Cristo en la forma de la resurrección, existiría también alguna forma de justicia para mi pueblo. Llevaba aproximadamente un año excluido de mi hebraicidad. Me encontraba apartado de todo lo que era judío. Sentía que en esta Iglesia tenía que haber un puesto reservado para el judío, no me equivoco con esto. Me convencí de que quizá yo tenía una función especial que desempeñar en esta Iglesia, quizá mejorar, fijar la relación entre judíos y cristianos (…) a fin de cuentas mi camino hacia el cristianismo no fue una huída del judaísmo, al contrario, fue un camino para encontrar respuestas a mi problema de judío. Cuando comprendí que me encontraba frente a la decisión de abrazar el catolicismo comenzó en mí una batalla psicológica. Tenía todos los prejuicios sobre los judíos que se convierten al cristianismo. Perfectamente consciente de esto, temía que mi pueblo -los judíos- me rechazará. En realidad, no lo hicieron. En cualquier caso, la batalla psicológica duró dos días. Durante todo este tiempo lloré mucho, pidiendo a Dios la guía (…) no era una batalla intelectual, intelectualmente aceptaba a Jesús. Todo el problema concernía a la futura relación con mi pueblo judío, con mi hermano, quizá con mis padres si estaban vivos (…) tendría que reconducir los elementos judíos al Nuevo Testamento, yo mismo iba a ser uno de estos elementos judíos, y otros conmigo. Hay muchas personas como yo, cristianos que se consideran judíos”.
Cuando la madre superiora fue a visitar a Oswald el diálogo fue rápido y franco; le pidió que le bautizaran ese mismo día “porque hoy es el cumpleaños de mi padre. Quiero demostrar que hay una continuidad, que no estoy rechazando el judaísmo, sino aceptando su forma especial”.
“Pero si no sabes nada del cristianismo” objetó la madre superiora. Oswald respondió:  “Creo que Jesús fue el Mesías. Por favor, bautíceme hoy”.
Por la noche, una de las hermanas lo bautizó:  “Desde ese día judaísmo y cristianismo han sido siempre el centro de mi existencia”. Ni siquiera tres semanas después de su temeraria huída. En el invierno de 1944 Oswald tuvo que abandonar temporalmente su refugio porque la policía indagaba demasiado de cerca; encontró a un partisano a quien pidió noticias de los judíos de Mir, este lo llevó al comando ruso en el bosque y la historia de Oswald sonó extraña, fue considerado un espía. Sin embargo, lo defendió Breslin, a quien había ayudado y tuvo que probar su identidad participando en el sabotaje de un tren cargado de soldados alemanes que hizo saltar por los aires.
La presión nazi sobre la ciudad crecía, incluso las monjas de la Resurrección que se habían prodigado para ayudar a la población, y a los judíos en particular, se vieron obligadas a evacuar el edificio; a Oswald no le quedó otra salida más que huir al bosque. Trabajó una vez más como traductor, esta vez entre los partisanos y los prisioneros alemanes. Cuando la Armada Roja avanzó hacia occidente, para Oswald fue fácil identificar a los colaboradores de los nazis, a este propósito testificó también en 1982.
En la Polonia ocupada, arrasada por la guerra, Oswald iba encontrando refugios precarios, trabajos humildes y fatigosos, personas que encubrían su identidad, empresarios que intuían pero callaban, con gran peligro. Ignoraba la suerte de sus queridos padres, pensaba que su hermano más joven estaba a salvo en Israel.
Mir fue liberada por la Armada Roja en junio de 1944, Oswald con Breslin y los supervivientes se dirigió a la pequeña ciudad. Pero de repente desapareció, como si se hubiera esfumado. Volvió a aparecer como padre Daniel María del Sagrado Corazón de Jesús, carmelita y sacerdote desde el 29 de junio de 1952.
En 1956 coronó su sueño al obtener de sus superiores el permiso para residir en Israel, donde volvió a encontrar a su hermano, miembro de un moshav, a los amigos de movimiento juvenil Akiva y  a los supervivientes de Mir.
Pidió ser reconocido como judío en virtud de la Ley del regreso aprobada por la Knesset en 1950, pero su solicitud fue denegada. Rufeisen recurrió al Tribunal supremo de Israel, de modo que se hubo una confrontación entre el Rabinado y el Tribunal supremo del Estado de Israel, con dos juicios diferentes:  para uno Oswald Rufeisen, nacido de padres judíos, estaba vinculado al pueblo de Israel, independientemente de su decisión de abrazar la fe cristiana; para el otro, no podía ser a la vez sacerdote católico y judío.
Fray Daniel perdió su causa en 1962:  todo judío convertido a otra religión pierde el acceso preferencial a la ciudadanía en el Estado de Israel. Más tarde obtuvo la ciudadanía, se naturalizó como ciudadano israelí y vivió en el convento carmelita de Haifa.

 

(©L’Osservatore Romano – 14 de marzo de 2010)