Blog

¿Por qué soy sacerdote? (VII): ‘Dar la vida entera’

Alfonso Díez Klink

Al terminar la carrera, me planteé qué quería hacer en la vida y surgió una decisión que estaba latente desde hacía tiempo: la de ser sacerdote. Poco a poco aquella idea había ido madurando lentamente, pero nunca me había permitido planteármela en serio. Sin embargo, en esos momentos importantes de la vida, cuando toca hacer una opción fundamental de vida, esa pregunta me asaltaba. Quise responderla y entré en el curso introductorio. Fue un año provechoso; pero, al final de aquel curso, no fui capaz dar el paso de entrar en el seminario. Me di cuenta de que aún no estaba preparado para una decisión de ese tipo.

Empecé a trabajar en un colegio dando clase, me gustaba la docencia. Aquel año conocí a una persona en el colegio que con su ejemplo de vida me ayudó a descubrir que lo que verdadera­mente quería no era ser profesor, sino dar la vida allí donde fuera. A los tres años de la experiencia de introductorio, decidí hablar con el sacerdote que me había ayudado en mi vida y plantearme la posibilidad de entrar en el seminario.

Mi vocación la encontré y la fui madurando en el seminario. Echando ahora la mirada atrás, no sé cómo llegué a entrar en el seminario. Lo que sí sé es que los siete años que duró la formación en el seminario se me pasaron muy rápidamente. Fueron años muy intensos en los que me descubrí a mí mismo y me ayudaron a for­jar una nueva persona que quería entregarse en la vida por Dios.

Me ordené de sacerdote en mayo de 2008. Han pasado ya cua­tro años y no me arrepiento ni un solo día del camino que Dios me propuso emprender un día. No todo es fácil ni maravilloso, ni si­quiera es una camino de rosas, pero sí he ido descubriendo que esto era lo que Dios quería de mí. Las cosas importantes de la vida hay que trabajarlas bastante y así he ido entendiendo mi sacer­docio. Y es que esto es lo que hace que la vida merezca la pena. Escuchar en la confesión tantas personas que se acercan a Jesús, celebrar la misa diariamente en una parroquia nueva, atender a gente que viene a hablar de su vida y que quieren conocer cada día más a Dios, trabajar con adolescentes en un colegio, en el que no sólo hay de dar clase, sino atenderlos y tratar de que conozcan a Dios presente en sus vidas. Cada mañana, aunque el día está es­tructurado y sé lo que voy a hacer, empieza un día nuevo en el que siempre hay algo insospechado, alguna persona que se acerca a hablar. A pesar de esa aparente rutina de cada día, Dios siempre me sorprende con algo.

Jamás pensé que ser sacerdote era tan cansado y tan apasio­nante. He aprendido en estos años a centrarme en lo fundamental estando abierto a lo que venga. Es decir, centrarme en la oración, en la intimidad con Cristo. Y desde allí salir al paso y al encuentro del señor en los acontecimientos de cada día.